A veces pienso que toda nuestra vida se basa en un Big Bang personal que en muchos casos tiene lugar en la etapa de la adolescencia o primera juventud allá por los veintitantos. En esa etapa más o menos turbulenta uno aprende casi casi lo más importante de la vida, los pilares: la aproximación al amor, al miedo, al odio, a la alegría profunda, a la muerte, a las convicciones ... son la base de lo que se irá desarrollando con los años en la madurez. Y precisamente por eso muchas veces he tenido la sensación de que a pesar de todo lo que he aprendido durante las décadas siguientes y de los océanos propios y ajenos que voy descubriendo, lo profundo de mi ser se asienta en lo que viví y descubrí aquellos años, como una novela que no acaba y de la que entrego capítulos aún a la gente a la que le “des-velo” mi intimidad.
De todos los sitios a los que volver, al que vuelvo con más frecuencia es a la memoria de aquellos años que me cambiaron la vida de la manera más drástica y que son la base de quien soy ahora. No sólo vuelvo para contar hechos sino que todo lo valioso que he aprendido desde entonces se convierte casi siempre en una comparación entre quien fuí y quien soy, entre mi forma de querer de antes y la de ahora, entre catalogar la vida en blanco o negro y llenarme las manos de todos los colores posibles. De creer que nunca y descubrir que nunca no existe.
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