Hay personas que son fáciles de querer, son abrazables, amables en el sentido original de la palabra, no sólo dignas de amor, que todos los somos por el hecho de ser hombres, sino fáciles de amar. He llegado a la conclusión de que para uno ser querible no sólo basta ser cariñoso en el sentido de ser atento y ser agradecido, sino algo mucho mucho más difícil aún: dejarse querer.
Dejarse querer es de las cosas más difíciles que hay, tanto, que muy pocas personas lo logran, y a diferencia de otras virtudes, esta suele empeorar con los años: justo cuando nos vemos más necesitados es cuando menos nos dejamos cuidar y querer. Y uno puede verse huraño, protestón, malhumorado, sentado en la esquina del salón frente a la tele, viendo cómo se le escapan los segundos como ratones grises entre los pies. Y recordando quizás tiempos mejores de fotos en blanco y negro, en los que aún reía. Es muy difícil dejarse querer.
Alguien se deja querer cuando recibe con los brazos abiertos a quien le quiere, cuando acepta de buen grado los consejos que son por su bien, cuando escucha con cariño lo que ha hecho mal, aunque duela, porque sabe que sólo los valientes que le quieren se arriesgarían a quedar mal por decirle la verdad que le cure. Dejarse querer es luchar por ser mejor sólo para hacer mejor la vida de los que tienes cerca porque, en última instancia, dejarse querer es luchar por querer a los demás como ellos necesitan, no como a nosotros nos gustaría.
Dejarse querer es también dejarse abrazar cuando hace falta, derribar los muros, bajar la guardia el tiempo suficiente para sentir el cariño que derrita el acero de nuestra coraza. Es muy difícil dejarse querer. Por eso en la vida sólo hay un objetivo importante, una sola meta ampliada que lo abarca todo, absolutamente todo, aunque a veces nos despistemos con baratijas: querer y dejarse querer, a partes iguales.
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