Los que somos optimistas por descubrimiento, que no de nacimiento, sabemos con la cabeza, y a ratos con el corazón, que lo malo que nos pasa nos debe servir para hacernos como el café que pasa por el fuego: de mejor sabor. Pero es muy difícil desprenderse de esa oscuridad pegajosa en el alma cuando nos hieren, porque curiosamente, así de tonto es el ser humano, nunca acaba el dolor en la persona que nos ofende, sino que se extrapola a todo lo que miramos, es como llevar unas gafas de sombra, no es que añadamos tristeza a cada acto o situación, es que es como una nueva forma de mirar que duele, que hace que todo parezca estar mal de raíz, que estás de vuelta de todo y la vida no es lo que te contaron, que casi nada merece ya la pena... la amargura de un ciego resabiado te vive dentro.
Invertimos casi todas nuestras energías en repetirnos que no podemos permitir que las gafas de sombra nos agrien desde el interior, pero por otro lado no sabemos cómo quitárnoslas. No hay manuales del cómo, sólo teorias del qué hay que hacer pero nadie nos enseña cómo, nos faltan las herramientas, no es que uno no quiera vivir sin las gafas, es que no puede, no sabe cómo.
Y al mismo tiempo que lo miramos todo umbrío repica en nuestro interior esa petición que se vuelve un reproche: “como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” y pensamos que más nos vale aprender rápido porque de este modo es imposible estar preparados para amar de nuevo con el corazón ligero y las puertas abiertas que la libertad requiere.
Y, si el Dios cristiano existe, suerte para los ciegos, porque quizás el camino, la única salida razonable mientras llevamos las gafas de sombra, sea precisamente llevar de lazarillo al que oye ese reproche; que nos guíe en la oscuridad mientras no veamos nada, porque el que es Luz estuvo allí antes que nosotros.
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