Hay algunas personas que se dejan guiar más por su corazón que por su orgullo y no temen decir lo que sienten independientemente de cómo queden ante el otro. Para mí esta es la muestra más grande de sencillez y humildad aunque a veces roce la imprudencia. Son personas que se han saltado un puesto en la fábrica de miedos que traemos de serie.
Todos los humanos tenemos varias capas de verdad, y las vamos desnudando según podemos o nos han enseñado. Desnudar el alma es bueno y necesario, la apertura al otro. Pero dentro de esto hay distintos niveles. He conocido a gente excepcional que tiene el don de desnudar el alma hasta su último núcleo, ese que es como la habitación última, donde acaba la casa, y te la muestra hasta el fondo, todos sus rincones, hasta aquellos en penumbra, pero que se vuelven luz precisamente porque te dejan verlo. Esto por supuesto sólo a los privilegiados que conocen su intimidad más profunda, esta última capa no es algo que pueda ir enseñándose por ahí. Pero han entendido nuestra asignatura pendiente: que donde hay amor de verdad no existe el miedo.
Lo que intento decir es que esto es un paso más allá de la sinceridad, debe tener otro nombre que no se ha inventado aún, no se ha inventado aún porque no hay nadie capaz de quitar el último velo o nadie capaz de presenciarlo. Estas personas maravillosas son personas sin doblez, que tienen que aprender a no dejar que otros posen sus zarpas en su núcleo de luz, porque lo ensucian todo con su ceguera. Somos los otros, los convencionales, los que les enseñamos a cubrirse el alma, a llevarla tapada con un paño fino al menos, porque los ¨normales¨ no son capaces de apreciar lo que tienen ante sus ojos y sólo han aprendido a herir la vulnerabilidad. Tendrán que vivir batallando, luchando contra el dolor de no entender por qué no pueden decir o hacer lo que sienten en lo más profundo, por qué para ser felices tienen que llevar esa máscara sobre la última capa del alma para poder hablar el mismo idioma que el resto.
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