El aire tiene estos días un color amarillo centeno, una luz impresionista descompuesta en recuerdos. Un aroma a cigarra de tardes calientes como los cuadros de Van Gogh. Es como vivir en una habitación vacía, como la suya.
Es extraño, es el lugar donde fui feliz ... pero “hoy no queda casi nadie de los de antes y los que hay han cambiado, han cambiado”, que dirían Celtas Cortos.
Como a tantos otros lugares donde dejé un trozo feliz de mi vida quizá nunca debería querer volver y hacerle caso a Sabina, pero es imposible desprenderse del todo.
Es curioso cómo de adulto en lugares viejos de verano te sobran los minutos cuando en la adolescencia los días se quedaban cortos jugando en una esquina o sentados en una plaza con los de siempre o bailando en la única discoteca del pueblo... y ahora las horas se clavan como las espigas del trigo que le da el color al tiempo. ¿Qué haremos si no podemos volver a todos esos lugares? Seremos prófugos de la memoria hasta emigrar a Marte, o hasta que entendamos que uno nunca puede huir de sí mismo y de los muros de piel que va construyendo, porque también le construyen a él.
Sólo hay que saber qué hacer, qué hacer con este vértigo de abismo, de final borroso e indefinido, de postal poco mascada, de carta poco digerida.
Quizá sólo baste aceptar que no se puede hacer nada, que si hay vida hay cambio y que si hay cambio hay despedida.
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