Entre todos esos rostros grises con fondo oscuro, los vestidos de luto y los gestos de impiedad de la Edad Media, la piedra fría y gruesa, de vanos minúsculos en los muros, deja escapar una luz incomprensible. El gesto de un cristo como dibujado por un niño te abraza en su simplicidad. Paseando por la penumbra abovedada, leyendo las historias en relieve de los capiteles del siglo X el hombre solo se encuentra de repente en una calma acompañada. La piedra del románico canta lo sencilla que es la fe después de todo, con curvas trazadas como por una mano infantil me recuerda lo único importante, lo de siempre: querer como quieren los niños, dejarse querer como se dejan los niños. En estas tierras castellanas he olvidado entre la piedra románica lo complicado que lo hacemos todo, las reglas, el castigo, los reproches... el miedo. Quizás sea que en la vida hay que recorrer pasillos oscuros, como los que llevan a los claustros románicos, para desde allí percibir la luz que alumbra tenue pero cierta, la sencillez que nos salva.
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