A veces erróneamente confundimos la madurez con la amargura de la decepción, que según he podido poner en palabras no es más que una pérdida de la inocencia paulatina. No es más maduro el menos inocente.
El poseedor de la inocencia no es un ingenuo, palabras que a veces confundimos, sino una persona que sigue creyendo en que los demás y uno mismo aún pueden dar lo mejor de sí.
Siempre he dicho que es mejor confiar en los demás aunque al final me equivoque porque en última instancia los equivocados son ellos si no obran bien, si traicionan mi confianza, si no son fieles a ellos mismos. El que confía nunca se equivoca estrictamente hablando.
La pérdida de inocencia viene por decepciones profundas, somos un poco menos inocentes cada vez, después de cada tropiezo personal o después de cada dolor con respecto a otros o la brecha que abre el no entender un porqué. Y uno sabe, quiere creer, que no todos los demás le fallarán, sabe también que esa persona que le ha hecho menos inocente, más amargo por dentro, tiene cosas buenas, una luz que le acompaña como a cada hombre, en lo profundo, en alguna parte de su ser.... pero es tan difícil verla, o quizás duela más porque no nos la muestra a nosotros y sí a los demás....
En cualquier caso, creo firmemente que el hombre está llamado a la inocencia, a volver a descubrir la valía personal, propia y ajena. A dase cuenta de que cualquier hombre es mayor que su culpa y por tanto la medida de nuestro amor por ellos no pueden ser sus errores.
Descubrir eso, dejar que esa realidad nos habite es el único modo de recuperar la inocencia, la alegría profunda. No es fácil pero es necesario luchar por ella, y es posible, si en algo apreciamos la vida y tenemos la intención de vivirla a fondo.
Quizá nunca volvamos a ser como antes, otro yo más viejo nos habitará la mirada, más viejo y más sabio. Pero ya la misma lucha por reconquistarla nos hará más inocente, más niño, un niño con mirar de anciano, sin acritud alguna hacia el mundo.
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