En días primaverales con el sol luciendo como recién creado, con el frescor del aire a unos 25 grados de regalo, siempre me acuerdo del día de Marzo en que enterramos a mi abuelo después de una larguísima agonía. Entonces escribí esto:
Cae una lluvia repentina afuera,
de esas que asolan Sevilla de pronto,
gotas gordas,
hinchadas como la carne hinchada,
gotas que se ríen del paraguas.
Mientras, arrasan los pétalos de azahar, que nadan en masa
en charcos de agua sucia.
Hoy no,
hoy no te esperábamos. Hoy el cielo
se esperaba nuevo y azul.
…
Por la rendija del tejado de cristal
entran las ramas de naranjo florecido,
ha salido el sol sobre el tanatorio,
sobre el mármol blanco, piedra blanca y fría;
sobre la piedra, sobre los charcos
caen con su danza los pétalos del azahar mojado.
Y los muertos en las cámaras frías no pueden olerlo.
…
Estalla el azahar en los naranjos,
riadas de azahar.
Detrás del féretro recorro calles
en las que hubo tanta dicha,
calles que surcan personas ajenas
a este dolor, a este neón, a este mármol con nombre.
… soy un poco más huérfana ahora.
(fragmento de “ poema de muerte”, del libro inédito La Arena del Reloj)
Siempre será un misterio cómo la vida es capaz de aunar momentos crueles con la infinita belleza que puede aparecer de pronto, una ola de hermosura que será siempre sin que lo sepamos el atisbo, la presencia, de una esperanza oculta a nuestros ojos en esos momentos.
Eso precisamente es el otoño, es siempre ese símbolo hecho vida, donde sin darnos cuenta aplaudimos la belleza de la muerte, eso y no otra cosa son las hojas que caen. Si aprendemos a mirar veremos que en medio de nuestras peores sombras, al borde mismo del abismo, hay siempre una rama verdecida que nos recuerda que no todo acaba ahí, que siempre hay un después más luminoso (incluso un detrás lleno de una luz inextinguible).
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