Siempre he creído que el nombre de las cosas es su esencia. He creído que el poeta es el sacerdote que las invoca y las hace presentes y que su lucha y su dolor es la certeza de que aún no.
He creído que tienen tanto poder que, como a los espíritus, sólo si se nombra lo que hiere puede expulsarse. Es el poder de la palabra. Por eso nombrar el dolor lo hace real y pesado, la primera vez que oímos nuestro dolor en palabras es como soportar todo el peso de la tierra sobre nosotros. Pero sólo si se nombra puede limpiarse la herida, entonces sí, ya puede cerrarse. Es el poder de saber nombrar lo que nos pasa. Cuántos problemas sicológicos nos ahorraríamos si no estuvieran desapareciendo las palabras de los libros no leídos.
Y también creo que a veces nos equivocamos porque hay cosas, maldades y bondades tan extremas, que permanecen innombradas, aún no hemos descubierto la palabra para ellas, no son invenciones, son descubrimientos, porque es su esencia y está ahí aguardando desde el principio de los tiempos para ser nombrada, pronunciada, para hacerse por fin real y poder olvidar y amar de forma completa y definitiva.
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