A veces una mirada, el tacto de algo que nos es familiar o un olor, sobre todo un olor, nos lleva de repente a esa cápsula de tiempo, en la que fuimos felices o muy desgraciados. Hoy, pensando en las cápsulas de tiempo he visto de golpe, como si aún fuera, el kiosko de la esquina de mi casa, con su escalón metálico para bajitos.
La panadería de la misma esquina, cruzando la calle: el olor a pan caliente, la "talega" de tela para llevarlo, la ternura de los donuts de chocolate y el chocolate de los Bollycaos... no tenía dinero para comprarlos y pasaba por delante de ese papel acharolado de colores echándoles una mirada de perro tras el cristal. Ahora no saben igual y ya no me gustan.
Las tardes en la calle, en la carretera jugando al fútbol con mis vecinos, yo era la portera de la gran puerta metálica del concesionario que ya no existe, ahora es un bloque de pisos con piscina.
La cabina en la misma esquina del kiosko diez años después, cuando desapareció el kiosko, en mi adolescencia, desde la que llamé al que empezaba a ser mi novio para intentar saber si las palabras que había escrito en otro idioma en los márgenes del libro de arte significaban te quiero ... "no confundáis la amástica con la mística", había dicho la profesora de arte cuando nos vio cogiéndonos de la mano en clase.
El olor a potajes saliendo de las puertas y ventanas siempre abiertas de las vecinas.
Mi calle, que ha cambiado hasta el nombre, cuya acera tiene cada vez más agujeros y las paredes sucias más desconchados, en la que lo único bueno que ha quedado de momento son los cientos de naranjos y el olor a azahar en primavera. Mi calle me recuerda a mí. Mi calle soy yo, a pesar de los años que hace que no vivo allí. Y siempre duele un poquito dentro al volver de esas cápsulas de tiempo.
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