De poetas y de locos todos tenemos un poco. Y debe ser cierto puesto que igual que los poetas tienen durante toda su vida temas recurrentes cada uno de nosotros los tiene también. A veces incluso tenemos temas recurrentes según con quién estemos: aquel novio que tuve y te acuerdas cuándo ...? Cómo existen medicamentos para curar lo incurable y motores que funcionan con agua pero no interesa salvar el mundo, cómo el mundo se vende por dinero y no importan las personas, cómo juegan con nosotros y somos incapaces de salirnos del juego, dónde están la integridad y el amor, dónde está el respeto a los que enseñan y el trabajo sin chapuza.... Dónde? Cómo? Hasta cuándo? Hasta dónde?
Y así cada uno tiene los suyos, temas sobre los que pedalea insistentemente, que van de menos a más y de más a menos según el día y la indignación.
La razón de ese ciclismo mental es ese placer intrínseco al hablar de esos mismos temas una y otra vez, como si encontráramos cierto alivio de abuelo en repetirlos, tengamos la edad que tengamos. Quizás el alivio esté en quien nos escucha y asiente, porque sabemos que aunque nada de eso tenga ya remedio, aunque veamos el mundo deshaciéndose lentamente, hay un instante que lo salva y es precisamente la belleza de ese asentimiento compartido, a veces en un rincón que se convierte en costumbre, pongamos que es Sevilla, en un pantalán del Guadalquivir al salir del Callejón de la Inquisición, entre piedras centenarias. Y bajo las adelfas vemos cómo una garza se lanza al río a por su pesca, sí, qué mal está el mundo, cómo lo arreglaremos? Pero mira el brillo del puente de Triana roto en mil pedazos en la noche líquida, estamos matando el planeta y qué poca honestidad pero mira la noche y la brisa extraña sobre julio y tú y yo pedaleando nuestros temas, nuestra propia vuelta a casa, qué desastre todo pero mira... la hermosura nos salva.
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